Eran las cinco de la tarde y diez kilómetros a la redonda, en la ciudad de Campillo todos los habitantes de la zona estaban bajo el efecto hipnotizante del aire que se respiraba, Doña Joaquina, la jamona religiosa del barrio, andaba bailando por la calle 13 mientras gritaba de manera jocosa sus ansias de compartir su lecho con cualquier masculino que le hiciera el favor de remontarla a su juventud moza sin tabúes atados a la cruz de su rosario.
En el colmado de Mon, estaban todos con cataratas de la risa en los ojos, Julián decía que Pascual tenía los ojitos como el par de uno con el que había empezado la mano de dominó que jugaban; Don Gilberto, analizaba con mucha atención aquella hormiguita paracaidista amarilla que había caído en la mesa desde la mata de jabilla y Mon, que no era dulcero, se comía dos chocolates “Mas-Mas”, sin ni siquiera saber de donde le salía esa hambre tan feroz.
Mientras, en la esquina de la manzana 4D, Carlitos el frutero parecía haberse sacado la loto, ya que le brindaba servicios de piña, guineo, lechosa, sandía y melón picadito con miel de abeja a todo el ser vivo que le pasaba por el lado mientras decía: coman fruta mis hijo, coman!, que Dios aprieta, pero da de come!...
La verdad es, que la ciudad de Campillo parecía estar bajo el extraño hechizo sarcástico de alguna bruja burlona, ya que hasta la pandilla de “Colas C”, como le decían al grupo de perros kaki viralatas del barrio, estaban tirados patas para arriba en el parquecito, aullando bajito y por momentos, sus lamentos dedicados a la luna, que todavía dormía silente esperando que el sol se acostara en su momento entre las lomas del oeste…
Era un mundo bizarro como sacado de un cuento de Mark Twain con una pizca de limón literario de Bosch… el predicador lloraba sus palabras en el silencio misterioso de su megáfono apagado, los niños dejaban sus bicicletas y dormían siestas que nunca habían tomado y todo parecía estar pasando en cámara lenta y flotando como una película de artes marciales moderna dirigida por John Woo!, era todo un paréntesis, una pausa comercial dentro de la realidad tangible de Campillo y el país donde vivimos.
A unos cuantos kilómetros de ahí, sentados sobre dos latas de aceite, con las mangas del uniforme remangadas hasta los brazos, los botones desabotonados hasta casi verse el ombligo, uno mordiendo su gorra y el otro rascándose con una media los espacios entre sus dedos del pié derecho, estaban Juan y Lalín.
Juan!, loco!, y es puliendo un bumper que tu tá con esa media?, es que como que me pica men, -respondía entre risas Juan-, ahora Lalín, ese fuego tá alto loco!, Cuál fuego viejo?, -preguntaba confuso Lalín-, El de la basura idiota!, parece que las llamas van a llegar al cielo viejo… A mi lo que me tiene malo es el humazo!, –respondió Lalín-, y que clase de matas había en esas fundas Juan?, Oh!, bueno, de tó, hierba mala, malezas, troncos con comején, Ja!, eso es lo que tu tiene en lo pié! –bromeaba Lalín-, no relaje caramba!, -respondía Juan-, yo lo que sé es que los panas me dieron ochocientos pesos para quemar todas esas fundas llenas de la basura de un monte que pelaron y de ahí iban a llevar otra basura pa’ otro lao… que hambre loco, -murmuraba somnoliento Lalín-.
La tarde caía en la ciudad de Campillo y mientras entraba la noche, parecía como si le hubiesen bajado los breakers a todo el mundo que dormían como osos en invierno, mientras en el resto del país el noticiario de las nueve anunciaba:
“Como en una comedia de Hollywood se extraviaron esta tarde seiscientos kilos de marihuana confiscada que estaba destinada a ser cuantificada y luego quemada por la Dirección General de Drogas, el vocero de esta entidad confirmó el apresamiento de los transportistas que entregaron cientos de fundas llenas de malezas, troncos secos y grama en vez del alucinógeno en cuestión, añadió además, que dicha institución no descansará hasta no dar con el paradero de la droga desaparecida.”
Eran las once de la mañana siguiente, donde todo transcurría normal en Campillo, entre el silencio capcioso de algunos, como Doña Joaquina, que caminaba cabizbaja tratando de pasar desapercibida, mientras regresaba de misa, obviando el acostumbrado camino más corto hacia su casa, que se lograba atravesando la calle 13.
En el colmado, Mon le entregaba al vendedor de “MAS-MAS” todos los chocolates que tenía en existencia exigiendo sus cuartos para atrás, alegando que estaban vencidos y causaban daños cerebrales, mientras afuera, debajo de la mata de jabilla, Julián todavía se echaba a carcajadas cada vez que veía el par de uno…
Los niños corrían como gacelas en ruedas por el barrio, al mismo tiempo que los “Cola C” corrían ladrando tras de ellos y Carlitos el frutero iba de puerta en puerta cobrando su “brindis” del día anterior alegando demencia momentánea, mientras a lo lejos se escuchaba la noticia sobre lo cerca que está el fin del mundo, vociferada a través del megáfono del predicador.
A unos cuantos kilómetros en un monte, Juan y Lalín, unidos en un lazo amoroso entre los brazos de Morfeo, el terreno negro evidencia de lo acontecido y las cenizas de una quema equivocada.
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